Para siempre es demasiado

Supongo que vivo buscando eso, esa amistad perfecta e idílica que escribimos en la tapa de mi cuaderno azul de lengua. Cuando jurábamos que seríamos amigas para siempre y yo sabía que podía dejarme caer con los ojos cerrados porque tú siempre estarías ahí para cogerme.
Ahora ya nunca cierro los ojos. Te llevaste parte de mi confianza y desde entonces me cuesta dejarme caer. De algún modo, me enseñaste que “para siempre” es una medida de tiempo inexistente y que lo más a lo que puedo optar es a ese ahora mezclado con un ayer que parece menos puro porque ya no te contiene. Todo es más mentira desde que nos perdimos, desde que te marchaste. Me cuesta hablar, sin ti me siento juzgada. Es difícil ser una misma cuando todo el mundo espera que seas otra persona. Cuando la única persona que sabía quién eras se marchó sin decirte dónde iba. Se fue de ti, de mí. Me dejó a solas con ese cuerpo tuyo que ya no te contenía. Y yo buscaba a mi mejor amiga bajo tu piel, pero ella ya no estaba. Cambiaste tanto, tan rápido… que ni siquiera yo sobreviví. Cambié contigo, me robaste algo. Esa parte de mí que era nuestra. Esa que  ya no era yo, que éramos tú y yo para siempre. Lo que juramos, lo que prometimos. Lo que ponía en la tapa del cuaderno azul y que quizás hayas olvidado. Ese momento perfecto en el que todo parecía fácil, en el que el futuro era solo una parte lejana del camino por el que seguíamos caminando juntas. Pero te fuiste. Desde entonces siempre estoy sola de alguna manera. Veo huecos libres y, aunque intento adaptarme, sé que no encajo.
La vida a los trece años era  una oportunidad. Ahora se trata de supervivencia. De adaptación, de disimulo. De seguir pareciendo normal aunque no lo sea. De sonreír cuando dicen “patata” y procurar esconder las lágrimas. Y sobre todo no confesar que aún creo en los “para siempre”. Así de ingenua, así de boba… así de yo.